La niñez no es lo que desde el nacimiento hasta cierta edad y a cierta edad
el niño ha crecido, y aparta las cosas de niños.
La niñez es el reino donde nadie muere.
Nadie que importe, desde luego. Por supuesto parientes lejanos
mueren, a quienes uno nunca ha visto o ha visto una hora,
y nos dieron un dulce en una bolsa verde y rosada, o una cortapluma
y se fueron, y no puede decirse que hayan vivido en realidad.
Y los gatos mueren. Yacen en el piso y agitan sus colas,
y su piel reticente de pronto se mueve entera
con pulgas que nadie supo que estaban ahí,
correctos y marrones, sabiendo todo lo que hay que saber,
marchando del mundo de los vivos.
Te consigues una caja de zapatos, pero es muy pequeña, porque ahora ella no se riza sobre sí:
así que encuentras una caja más grande, la entierras en el patio y lloras.
Pero no te levantas un año después, dos años, en mitad de la noche
ni lloras con tus nudillos en la boca, diciendo ¡Oh Dios! ¡Oh Dios!
La infancia es el reino donde nadie muere.
Madres y padres no mueren.
Y si dijiste "¿por qué siempre tienes que estar dando besos?",
o "¡me harías el favor de dejar de golpear la ventana con el dedal!",
mañana, o incluso el día después de mañana si estás ocupado pasándolo bien
hay mucho tiempo para decir "lo siento, madre".
Haber crecido es sentarse a la mesa con gente que murió,
que no escucha ni habla;
que no toma su té, aunque siempre dijo
que el té les daba mucho gusto.
Corres a la alacena y les traes el último pote de frambuesas;
no les tienta.
Los adulas, les preguntas que fue lo que exactamente dijeron
esa vez al obispo, al supervisor, o a la señora Mason;
no les interesa.
Los imprecas, enrojeces, te levantas
los arrastras de sus sillas, por sus hombros rígidos y los
zamarreas y les gritas;
no están perturbados, ni siquiera avergorzados; se deslizan
de vuelta en sus sillas.
Tu té ahora está frío.
Te lo tomas de pie
y dejas la casa.
el niño ha crecido, y aparta las cosas de niños.
La niñez es el reino donde nadie muere.
Nadie que importe, desde luego. Por supuesto parientes lejanos
mueren, a quienes uno nunca ha visto o ha visto una hora,
y nos dieron un dulce en una bolsa verde y rosada, o una cortapluma
y se fueron, y no puede decirse que hayan vivido en realidad.
Y los gatos mueren. Yacen en el piso y agitan sus colas,
y su piel reticente de pronto se mueve entera
con pulgas que nadie supo que estaban ahí,
correctos y marrones, sabiendo todo lo que hay que saber,
marchando del mundo de los vivos.
Te consigues una caja de zapatos, pero es muy pequeña, porque ahora ella no se riza sobre sí:
así que encuentras una caja más grande, la entierras en el patio y lloras.
Pero no te levantas un año después, dos años, en mitad de la noche
ni lloras con tus nudillos en la boca, diciendo ¡Oh Dios! ¡Oh Dios!
La infancia es el reino donde nadie muere.
Madres y padres no mueren.
Y si dijiste "¿por qué siempre tienes que estar dando besos?",
o "¡me harías el favor de dejar de golpear la ventana con el dedal!",
mañana, o incluso el día después de mañana si estás ocupado pasándolo bien
hay mucho tiempo para decir "lo siento, madre".
Haber crecido es sentarse a la mesa con gente que murió,
que no escucha ni habla;
que no toma su té, aunque siempre dijo
que el té les daba mucho gusto.
Corres a la alacena y les traes el último pote de frambuesas;
no les tienta.
Los adulas, les preguntas que fue lo que exactamente dijeron
esa vez al obispo, al supervisor, o a la señora Mason;
no les interesa.
Los imprecas, enrojeces, te levantas
los arrastras de sus sillas, por sus hombros rígidos y los
zamarreas y les gritas;
no están perturbados, ni siquiera avergorzados; se deslizan
de vuelta en sus sillas.
Tu té ahora está frío.
Te lo tomas de pie
y dejas la casa.
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