viernes, 21 de julio de 2017

"Alborada", de Philip Larkin

Trabajo todo el día, de noche me emborracho un poco.
Me levanto a las cuatro en oscuro silencio y miro.
En un momento los bordes de cortina se iluminarán.
Hasta entonces, veo lo que realmente siempre está allí:
La incansable muerte, ahora todo un día más cerca
haciendo imposible todo pensamiento que no sea el cómo,
el dónde y cuándo moriré.
Árida interrogación: y sin embargo el pavor
de morir, de estar muerto
parpadea de nuevo, tomando, horrorizando.
La mente en blanco ante el resplandor. Ni el remordimiento
-el bien no hecho, el amor no dado, el tiempo
gastado sin usar- ni la miseria porque
una sola vida pueda tardar tanto en remontarse
de sus erróneos comienzos, o nunca;
sino el vacío total para siempre,
la extinción segura a la que viajamos
y en la que nos perderemos. No estar aquí,
no estar en parte alguna y de pronto:
nada es más terrible, nada más cierto.

Ésta es una forma especial de tener miedo
que ningún truco disipa. La religión solía intentarlo,
ese vasto y musical brocado comido por polillas
creado para fingir que nunca moriremos,
y el profundo palabreo que nos dice Ningún
ser racional puede temer lo que no siente ni ve
a eso es a lo que tememos -a no ver, oír
tocar, probar u oler, nada en que pensar,
que amar o conectarse, la anestesia
de la que nadie vuelve.

Y así permanece justo al borde de la vista,
una pequeña mancha no enfocada, un frío persistente
que detiene cada impulso hasta la indecisión.
La mayoría de las cosas no sucederán: ésta sí,
y darse cuenta irrita
y enfurece cuando nos sorprende sin
gente o bebida. El coraje no es bueno:
significa no asustar a otros. Ser valiente
no deja a nadie fuera de la tumba.
La muerte no es distinta en la queja o resistiendo.

De a poco la luz se fortalece, y la pieza toma forma.
Es tan claro como un armario, lo que sabemos,
lo que siempre hemos sabido, de lo que no podemos escapar
ni aceptar. Un lado tiene que irse.
Mientras, los teléfonos se agazapan, listos para sonar
en oficinas con llave, y todo el despreocupado,
intrincado mundo de alquiler comienza a apresurarse.
El cielo es claro como arcilla, sin sol.
Hay trabajo por hacer.
Los carteros, como doctores, van de casa en casa

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